Qué bueno sería ver a la
industria farmacéutica invertir en investigaciones sobre alimentos no
patentables, haciendo estudios humanitarios en medicinas naturales, asequibles,
baratas y seguras, que estén al
alcance de todos. Medicinas poderosas son los rayos del sol, el plasma de
Quinton (que es agua de mar), el agua hexagonal estructurada y las hojas
verdes. Pero estas medicinas asequibles, así como los estilos de vida
saludable, no son materia de estudio.
La industria farmacéutica
produce químicos plenos de efectos secundarios, que son peligrosos y por último no curan: tan solo adormecen el
dolor o interrumpen los síntomas. El ideal que busca la industria farmacéutica
en un fármaco es que pueda ser sostenidamente usado durante un máximo de
tiempo, de por vida preferiblemente, sin nunca llegar a dar una cura definitiva
y sin manifestar efectos secundarios
demasiado notorios, punibles y escandalosos.
Al igual que el Estado emplea
políticas económicas como el socialismo o el neoliberalismo, existe también el
nutricionismo, una ideología de nutrición social usada con cálculo, por el
Estado y sobre todo la industria
alimentaria, para obtener resultados determinados en el comportamiento del
consumidor.
Antiguamente, el hombre
consumía alimentos con criterio y olfato natural. Ahora el consumidor es movido
por los vientos de las políticas sociales de la nutrición, que paradójicamente
nunca han sido exactas ni acertadas. Prueba de ello es que Estados Unidos, el
país que mejor se «educa» y sigue las últimas instructivas del nutricionismo,
tiene una de las peores saludes del mundo.
Pensemos en todas las
instrucciones que la población ha recibido. Primero se alentó reducir el
consumo de grasas saturadas e incrementar las grasas poliinsaturadas, entre
ellas las margarinas. El público hizo caso, pero aun así la incidencia de
enfermedades al corazón se multiplicó. Más o menos por esa época vino el boom de la soya, el alimento aureolado y
ecológico del futuro. La verdad es que, en vista de su rendimiento, la soya es
la manera más barata de obtener aceite vegetal, y para completar la cadena de
producción se buscó explotar el mercado del bagazo, la proteína, la lecitina y
sus fitoestrógenos.
Los chinos, con más intuición y
sensatez y menos ciencia, en ocho mil años de historia nunca consumieron soya,
y solo lo hicieron en la forma de soya fermentada, la cual sí es apta para
consumo humano (ver «El lado brillante y el lado sombrío de la soya», en el
capítulo «Semillas orientales»).
Ahora se nos educa, y en efecto
se ha popularizado, el consumo del aceite de canola dada su rica concentración
de omega 3. Su nombre deriva de Canadá-ola,
es decir, oleaginosa de Canadá. Más exacto y correcto es usar su
nombre en castellano, colza, o rape
seed en inglés. La canola contiene un 15 por
ciento de grasas omega 3, por lo cual es una grasa frágil a oxidarse y no apta
para las frituras. Una de las grasas presentes en la canola es el ácido
erúcico, que tiene varios efectos indeseables en la salud. Otra objeción es que
la canola canadiense es en su totalidad de procedencia transgénica. Hay también
una embrollada historia de problemas sociales, judiciales y ambientales que han
surgido en torno a esta semilla en Canadá.
Un caso asombroso fue el que se
dio con una famosa marca de papitas fritas. Por ser fritas con aceites
vegetales omega 6, que son ácidos grasas esenciales, se publicita que
contribuyen a incrementar el consumo de grasas poliinsaturadas, y por lo tanto
todos sus beneficios, como bajo colesterol, salud cardiovascular, libres de
arteriosclerosis, etcétera. No se menciona que estas papitas son calorías
blancas, líderes superiores en acrilamidas (carbohidratos carbonizados),
campeonas en grasas trans, y junto con la sal que las envuelve, y en algunos
casos el hormigueante glutamato monosódico, podemos sacar nuestras propias
conclusiones sobre sus poderes nutritivos.
Otra campaña de promoción social favorita de
muchos nutricionistas, que despierta curiosidad, es el hígado de pollo.
Indudablemente, el hígado de pollo, en su estado puro, concentra hierro y
vitaminas del complejo B, pero todo hígado acumula y procesa los tóxicos del
animal. En el caso de los pollos, son alimentados con maíz de tercera
categoría, un grano de bajo precio con conocidas infecciones con Aspergillus, un género de hongos que
produce aflatoxinas. Los pollos suelen tener un ciclo de vida de unos cincuenta
días, pero si se les permitiera tener una vida adulta de gallina, no lo podrían
hacer por el daño causado en su hígado, ya sea por su maíz descompuesto con
micosis, o las repetidas dosis de antibióticos que reciben las aves por vivir
aglomeradas en galpones con alto riesgo de infección y contagio. Incluso muchos
pollos antes de ser sacrificados muestran señas de ascitis e hipertensión
portal, señales clínicas de daño al hígado.
En la década de 1980, llegaron
los edulcorantes artificiales y la población corrió a comprados, pensando que
podía comer dulce con impunidad. Ahora sabemos que la sacarosa y el aspartame
son más infames que la misma azúcar. Luego vino el marketing del vino tinto. Curiosamente nunca hubo un marketing para la uva negra, que es la
fuente del antioxidante resveratrol y libre de alcohol. Otra polvareda se
levantó con la llegada de las vitaminas sintéticas y se abrió un nuevo mercado
que ahora vale incontables millones. Una original argucia se elaboró con el
flúor. Toda la investigación científica sobre este elemento es de lo más ambigua
e inconcluyente, y no ha demostrado tener un efecto positivo sobre la salud
dental. El flúor originalmente fue un tóxico, una sustancia de desecho y
tortuoso problema para la industria del aluminio, pero se transformó en un
suplemento nutricional y pasó a tener valor de venta en el mercado.
Los lobbies de la comida y la industria alimentaria crean tendencias de
consumo con el aval de la ciencia. El público debe confiar en la ciencia, ya
que el mortal común y corriente no tiene la capacidad de conocer los ingredientes
secretos de los alimentos. Los nutrientes son invisibles, nadie los ve ni
conoce bien, solo el científico, y nosotros necesitamos un intermediario para
conocer lo invisible. Entonces se crea una religión de la nutrición, con un
concilio de científicos y millones de feligreses esperanzados, con la ilusión
de obtener salvación y larga vida con las prédicas de la ciencia.
Lamentablemente, hay manipulación y no siempre se actúa con ética e
independencia. Nos llegan mensajes científicos entretejidos con floridos
sofismas nutricionales.
De los programas de nutrición
por la radio, existen aquellos privados de libertad, son espacios tutelados por
la industria alimentaria, y en cada emisión dejan el mensaje de consumir tres
vasos de leche al día, de estar al día con las últimas vacunas y la importancia
del hígado de pollo. Existen también espacios de radiodifusión comprados, en
emisoras de antena caliente, en los que la opinión pública es masivamente
voceada con informaciones imprecisas.
Otro problema adicional es que
todo programa de nutrición, sea en radio o televisión, va a estar trenzado con
sucesivos espacios comerciales sobre leche, aceites, mayonesas o cervezas, y
los productores del programa saben que no pude haber un conflicto de mensajes.
En honor a la verdad, no deja de haber también mensajes y promociones
interesantes y oportunas. Sin embargo, es imprescindible escuchar a los medios
de comunicación con alto sentido crítico.
Por otro lado, la ciencia ha
dado aportes indudables: la expectativa de vida en 1900 era de cuarenta y nueve
años, mientras hoy promedia los setenta y siete años. La medicina ciertamente
ha dado un paso adelante, pero no la salud de la población, que ha retrocedido.
Hace cien años, la humanidad podía fallecer con algo como la neumonía, la
tuberculosis, la malaria o una apendicitis. Sin embargo, era una rareza
fallecer de Alzheimer, sobrepeso, diabetes o cáncer, aun entre los afortunados
que llegaban a una edad avanzada. Casi todas las enfermedades degenerativas,
incluyendo el cáncer y la diabetes, están en aumento, y las dimensiones de este
ascenso son alarmantes.
La especie humana es muy
versátil en su fisiología, y diversas comunidades geográficas repartidas por
todo el mundo pueden subsistir con las más diferentes y hasta extremas dietas.
Los esquimales solo consumen peces y algas; los tibetanos, mantequilla de yak y
zamba (cebada tostada); hay africanos netamente carnívoros y otros vegetarianos
puros; tenemos aborígenes australianos que subsisten con canguros, ostras y
frutos de recolección; pero la experiencia ha comprobado que hay una dieta que
el hombre simplemente no está capacitado para resistir: la dieta de alimentos
industrializados, procesados, refinados, con preservantes y agroquímicos.
Extraído de El_secreto_de_los_carbohidratos (2012)