El proceso oxidativo de las grasas poliinsaturadas ha sido inculpado en el incremento de radicales libres en las células, que origina una lista de enfermedades como el cáncer, la degeneración de la mácula, entre otros. Esto se ha visto recrudecido con la llegada de los aceites comerciales refinados, que ya no cuentan con sus antioxidantes naturales. Aun cuando la industria utiliza antioxidantes ficticios, análogos de la vitamina E, como el butil hidroxitolueno (BHT), el controvertido BHT está prohibido en muchos países y también como alimento de infantes, y no es comparable con el consumo fresco de la semilla oleaginosa en su estado natural (ver La gran revolución de las grasas).
Por otro lado, las grasas saturadas son químicamente estables y resistentes a la rancidez y disminuyen la peroxidación. Esta es la razón por la cual a la industria alimentaria le complace usar estas grasas en sus productos, pues extienden la vida de anaquel. El conflicto sucede con el difundido uso de las grasas hidrogenadas, o parcialmente hidrogenadas, que son siempre nocivas a la salud. La grasa del coco es 92 por ciento grasa saturada, una grasa estable, que además actúa como antioxidante de las grasas insaturadas. Por ser una grasa de cadena media, no presenta los inconvenientes de las grasas saturadas de cadena larga, y tampoco la vulnerabilidad oxidativa de los ácidos grasos esenciales omega 3 y 6.
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